jueves, 3 de julio de 2014

Capítulo 8

Vuelta a casa. El trayecto más eterno de su vida. Al abrir la puerta, pensó que quizás habría sido mejor idea dar un giro brusco en alguna curva y estrellarse. Una nota en el recibidor se lo dejó todo muy claro: su padre no estaba en casa, estaba con su madre, en el hospital. Estaba ingresada, con lesiones de pronóstico muy grave, de las que no sobreviviría.
“…Cariño, le quedan pocas horas de vida. Si quieres despedirte, ven cuanto antes.
Te quiero, Papá”
Se le cortó la respiración, su cuerpo no respondía, y cayó desplomada, con la mirada fija en un punto inexistente, en un punto muerto. Estuvo unos instantes evadida del mundo en blanco, sin asimilar nada, solo temblando. Eso no estaba pasando, era solo una especie de pesadilla. No, a ella no, eso es solo cosa de películas, eso no pasa. Volvió en sí, respiró hondo y volvió a leer la nota. Era la realidad, la cruda realidad. Esta vez reaccionó, y tardó escasos minutos en llegar al hospital, atravesando el tráfico como nunca antes lo había hecho, esquivando todo obstáculo que se le interponía. En su momento de lucidez supo que ahora solo importaba poder verla y disculparse, conseguir que su ida fuera un poco más feliz.
“Segunda planta, al fondo del pasillo a la izquierda”, con eso bastó. Sus piernas se movían a la velocidad de la luz, a la vez que sus desesperados gritos pronunciaban la palabra “mamá” y quedaban grabados en esas paredes para siempre. Llegó, ya veía a su padre, quien no quitaba la mirada de la que había sido su compañera en los mejores momentos de su vida, con la que había compartido casi toda su existencia, en la que había vivido todo. La misma que acababa de ser cubierta con sábanas al completo, la que ya había dejado ir su alma, la que ya nunca más podría resguardar en sus brazos a la pequeña Salomé. Tarde, llegaba tarde. Tarde para las disculpas, tarde para el último enlace de manos, tarde para el último aliento de compañía. Se marchó unos segundos antes de tiempo, y no pudieron demostrarse lo que de verdad sentían una hacia la otra.
 Los puños de Salomé impactaban contra el cristal una y otra vez, llamando a la solución que no existía. Se apoyó contra el cristal y, mientras pasaba por su mente todo lo vivido estos recientes momentos, resbaló lentamente hasta el suelo. Sus piernas no valían, eran unas inútiles ahora mismo, solo contaba con las manos, para agarrarse fuertemente los brazos y crear una coraza hacia el exterior. Entonces, salió su padre, la vio ahí derretida de dolor, se agachó y rompió esa coraza para abrazar y consolar hasta el más recóndito de sus rincones. Padre e hija lloraban, gritaban, caían en desesperación mientras los enfermeros desconectaron todas las máquinas que habían dado los últimos suspiros de vida a la que era parte de ellos. Entraron a la habitación, lo que a Salomé le supuso andar el tramo más difícil de su vida. Contemplar el cuerpo de su madre sin vida era lo último que se podría imaginar tener que hacer hoy. La que siempre había sido su soporte no estaba, y, lo peor de todo, la había dejado sin oportunidad de arreglar las cosas. “La culpa cargará conmigo para siempre”, esa frase se repetía constantemente dentro de su cabeza.
Ya estaban en el tanatorio, y los familiares empezaron a ser avisados. Ahora llegaba la parte que más tortura suponía: aparentar estar entera delante de los demás cuando en realidad por dentro lleva ya un tiempo demolida. Sonó el móvil, un mensaje. Diego.
“Linda, te he visto fatal hoy, y me he acercado a tu casa. Te has dejado la puerta abierta, he entrado y he visto la nota. Lo siento muchísimo. Me ha contado Ismael como estabas esta mañana y creo acertar en cómo te sientes. No se lo voy a decir a nadie. He pensado ir, pero no te apetecerá ver a nadie en estos momentos. Mañana por la tarde salte a la esquina, y allí nos veremos. Tengo algo que te aliviará. Te quiero bonita.”
Los minutos pasaron como eternidades, recibiendo inútiles pésames de unos y otros, mientras que pasaban por su mente miles de hirientes imágenes; ayudándola en sus primeros pasos, durmiendo con ella en las noches con pesadillas, comiendo esos platos de judías que tan poco le gustaban, recogiéndola en la puerta del colegio con la bolsa de chuches sorpresa del viernes, paseando por la ciudad con el helado de chocolate los sábados, pasando esas horas en el escritorio hasta que se aprendiese la lección, abriendo los regalos de Navidad, jugando con las olas del mar en vacaciones, esas charlas sobre la madurez, lo correcto y lo inadecuado. Y, por supuesto, sus abrazos, sus besos, sus caricias, sus sonrisas contagiosas y sus lágrimas sinceras, esas que la hacían la mejor madre del mundo, la que le hizo ver la realidad y siempre estuvo ahí para todo. Cómo se podía haber ido así de rápido, así de sencillo, sin mediar palabra ni dar más vueltas. En unos instantes, había vaciado de sentido sus vidas. Qué iba a hacer sin ella, si era la que la sostenía. “Y yo pensando todas esas barbaridades, no sé cómo pude llegar a creer todas esas gilipolleces. Mientras que maldecía mi suerte por haberlos conocido, ella se moría. Nunca me lo perdonaré, y no voy a tener oportunidad de que ella lo haga por mí.”
Al fin, la tarde se terminó. Su padre le dijo que se fuera a casa a dormir, que ya se quedaba él allí. Iba a negarse, pero estaba derrotada, necesitaba salir de ese sitio, la culpabilidad iba a hacer estallar su cabeza. Se despidió y se fue. Al llegar a casa se encontró la mochila colgada en la percha y la alfombra del recibidor bien puesta: Diego había estado aquí de verdad. Dejó las llaves, el casco, y subió directa a su cuarto. Agarró la almohada, la presionó bien fuerte contra su cara, y comenzó a gritar. Gritaba alto, muy alto, con las pocas fuerzas que le quedaban, desgarrándola sin consuelo: nadie podría hacer que se sintiese bien en estos momentos. De todo a nada en cuestión de minutos. Por qué a ella, joder, por qué.

Y dieron las dos, las tres… Cada movimiento del segundero era una punzada en lo más hondo. Ya no sabía ni cómo saldría de ahí. Habría que confiar, confiar en el tiempo y en él.

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