Vuelta a
casa. El trayecto más eterno de su vida. Al abrir la puerta, pensó que quizás
habría sido mejor idea dar un giro brusco en alguna curva y estrellarse. Una
nota en el recibidor se lo dejó todo muy claro: su padre no estaba en casa,
estaba con su madre, en el hospital. Estaba ingresada, con lesiones de
pronóstico muy grave, de las que no sobreviviría.
“…Cariño,
le quedan pocas horas de vida. Si quieres despedirte, ven cuanto antes.
Te
quiero, Papá”
Se le
cortó la respiración, su cuerpo no respondía, y cayó desplomada, con la mirada
fija en un punto inexistente, en un punto muerto. Estuvo unos instantes evadida
del mundo en blanco, sin asimilar nada, solo temblando. Eso no estaba pasando,
era solo una especie de pesadilla. No, a ella no, eso es solo cosa de
películas, eso no pasa. Volvió en sí, respiró hondo y volvió a leer la nota.
Era la realidad, la cruda realidad. Esta vez reaccionó, y tardó escasos minutos
en llegar al hospital, atravesando el tráfico como nunca antes lo había hecho,
esquivando todo obstáculo que se le interponía. En su momento de lucidez supo
que ahora solo importaba poder verla y disculparse, conseguir que su ida fuera
un poco más feliz.
“Segunda
planta, al fondo del pasillo a la izquierda”, con eso bastó. Sus piernas se movían
a la velocidad de la luz, a la vez que sus desesperados gritos pronunciaban la
palabra “mamá” y quedaban grabados en esas paredes para siempre. Llegó, ya veía
a su padre, quien no quitaba la mirada de la que había sido su compañera en los
mejores momentos de su vida, con la que había compartido casi toda su
existencia, en la que había vivido todo. La misma que acababa de ser cubierta
con sábanas al completo, la que ya había dejado ir su alma, la que ya nunca más
podría resguardar en sus brazos a la pequeña Salomé. Tarde, llegaba tarde.
Tarde para las disculpas, tarde para el último enlace de manos, tarde para el
último aliento de compañía. Se marchó unos segundos antes de tiempo, y no
pudieron demostrarse lo que de verdad sentían una hacia la otra.
Los puños de Salomé impactaban contra el
cristal una y otra vez, llamando a la solución que no existía. Se apoyó contra
el cristal y, mientras pasaba por su mente todo lo vivido estos recientes
momentos, resbaló lentamente hasta el suelo. Sus piernas no valían, eran unas
inútiles ahora mismo, solo contaba con las manos, para agarrarse fuertemente
los brazos y crear una coraza hacia el exterior. Entonces, salió su padre, la
vio ahí derretida de dolor, se agachó y rompió esa coraza para abrazar y
consolar hasta el más recóndito de sus rincones. Padre e hija lloraban,
gritaban, caían en desesperación mientras los enfermeros desconectaron todas
las máquinas que habían dado los últimos suspiros de vida a la que era parte de
ellos. Entraron a la habitación, lo que a Salomé le supuso andar el tramo más
difícil de su vida. Contemplar el cuerpo de su madre sin vida era lo último que
se podría imaginar tener que hacer hoy. La que siempre había sido su soporte no
estaba, y, lo peor de todo, la había dejado sin oportunidad de arreglar las
cosas. “La culpa cargará conmigo para siempre”, esa frase se repetía
constantemente dentro de su cabeza.
Ya
estaban en el tanatorio, y los familiares empezaron a ser avisados. Ahora
llegaba la parte que más tortura suponía: aparentar estar entera delante de los
demás cuando en realidad por dentro lleva ya un tiempo demolida. Sonó el móvil,
un mensaje. Diego.
“Linda,
te he visto fatal hoy, y me he acercado a tu casa. Te has dejado la puerta
abierta, he entrado y he visto la nota. Lo siento muchísimo. Me ha contado Ismael
como estabas esta mañana y creo acertar en cómo te sientes. No se lo voy a
decir a nadie. He pensado ir, pero no te apetecerá ver a nadie en estos
momentos. Mañana por la tarde salte a la esquina, y allí nos veremos. Tengo
algo que te aliviará. Te quiero bonita.”
Los
minutos pasaron como eternidades, recibiendo inútiles pésames de unos y otros,
mientras que pasaban por su mente miles de hirientes imágenes; ayudándola en
sus primeros pasos, durmiendo con ella en las noches con pesadillas, comiendo
esos platos de judías que tan poco le gustaban, recogiéndola en la puerta del
colegio con la bolsa de chuches sorpresa del viernes, paseando por la ciudad
con el helado de chocolate los sábados, pasando esas horas en el escritorio
hasta que se aprendiese la lección, abriendo los regalos de Navidad, jugando
con las olas del mar en vacaciones, esas charlas sobre la madurez, lo correcto
y lo inadecuado. Y, por supuesto, sus abrazos, sus besos, sus caricias, sus
sonrisas contagiosas y sus lágrimas sinceras, esas que la hacían la mejor madre
del mundo, la que le hizo ver la realidad y siempre estuvo ahí para todo. Cómo
se podía haber ido así de rápido, así de sencillo, sin mediar palabra ni dar
más vueltas. En unos instantes, había vaciado de sentido sus vidas. Qué iba a
hacer sin ella, si era la que la sostenía. “Y yo pensando todas esas
barbaridades, no sé cómo pude llegar a creer todas esas gilipolleces. Mientras
que maldecía mi suerte por haberlos conocido, ella se moría. Nunca me lo perdonaré,
y no voy a tener oportunidad de que ella lo haga por mí.”
Al fin,
la tarde se terminó. Su padre le dijo que se fuera a casa a dormir, que ya se
quedaba él allí. Iba a negarse, pero estaba derrotada, necesitaba salir de ese
sitio, la culpabilidad iba a hacer estallar su cabeza. Se despidió y se fue. Al
llegar a casa se encontró la mochila colgada en la percha y la alfombra del
recibidor bien puesta: Diego había estado aquí de verdad. Dejó las llaves, el
casco, y subió directa a su cuarto. Agarró la almohada, la presionó bien fuerte
contra su cara, y comenzó a gritar. Gritaba alto, muy alto, con las pocas
fuerzas que le quedaban, desgarrándola sin consuelo: nadie podría hacer que se
sintiese bien en estos momentos. De todo a nada en cuestión de minutos. Por qué
a ella, joder, por qué.
Y dieron
las dos, las tres… Cada movimiento del segundero era una punzada en lo más
hondo. Ya no sabía ni cómo saldría de ahí. Habría que confiar, confiar en el
tiempo y en él.
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